viernes, 19 de octubre de 2007

EL ARTE DEL MIEDO

Como en la política, el arte de infundir miedo en el cine o la televisión se basa en el arte de amenazar y sorprender. Por eso una cinta como The Blair Witch Project tuvo el éxito que tuvo: con más o menos dos dólares, ningún efecto especial y ninguna estrella comprometida en el reparto, lo logró con creces. En Blair Witch no hay ningún loco asesino persiguiendo a nadie, ninguna explosión gigantesca, ningún extraterrestre bajando de la nave a matarnos. Lo que realmente hace que los adolescentes del 'proyecto' se aterroricen, se pierdan y terminen absolutamente destruidos no es más que su propio miedo, que lo que suponen que está pasando, y todas las fantasías que se autoinfieren por haber estado leyendo e investigando sobre una supuesta bruja en el bosque. Un muñequito de hojas secas y ramitas no mata a nadie, eso lo sabemos todos: pero un muñequito así que aparece afuera de la carpa de uno, en mitad del bosque, sin que nadie sepa quién lo puso ahí y después de haber estado leyendo historias de hechiceras malas, lo puede todo. O casi.

Por eso no es tan fácil y por eso hay tan pocas buenas películas en el área. Que alguien esté tranquilamente sentado en su casa o una butaca de cine, mirando una pantalla, y que lo que ocurre en esa pantalla le acelere el corazón y lo haga casi saltar del asiento (y a veces hasta no dormir en la noche) es tarea dura.

Además, el horror es como el humor: si el chiste se cuenta dos veces, ya no es chiste. Si la segunda parte de The Blair Witch Project fue un bodrio, fue porque la gracia de la primera no podía repetirse: la gracia era que uno no sabía lo que estaba pasando. Lo mismo pasa con El Aro, dirigida por Gore Verbisnki en el 2002. Si uno NO había visto la original japonesa, las escenas de la niña deforme en la escalera o saliendo de la televisión son terroríficas. Pero cuando ya las viste, bueno: es fea, la pobre muchacha, pero ya no te asusta. Porque no te sorprende. De allí que la seguidilla de filmes gringos o japoneses que parece que se obsesionaron con mostrar gente con la cara pintada blanca gateando por escaleras, pasillos y callejones varios ya dan como un poquito de risa.

Todo esto, a raíz de que acabo de volver a ver Los Pájaros, de Hitchcock, el maestro de los maestros, según algunos. Y qué lástima. Cuando uno ya sabe que los pájaros se van a volver unos verdaderos mafiosos, el asunto es más o menos una lata. Uno se empieza a fijar en que los efectos especiales son añejos y malos, que la protagonista tiene una tenida verde preciosa pero cara de tonta, o a preguntarse por qué al primer fiero picotazo avícola Rod Taylor no pescó a toda su familia y a su novia y se fue del maldito pueblo de una buena vez. La gracia de Los Pájaros es que era una idea novedosa: nadie había hecho una película donde inocentes animalitos la emprendieran contra todos nosotros porque les dio la gana, nomás. Y por eso uno ya sabe en qué van a terminar todas las películas donde las hormigas, las abejas o las cucarachas se empiezan a poner pesadas. Y las ve, de aburrido, pero no se asusta ni por si acaso.

Es como The Others, de Amenábar. Bella cinta, excelente fotografía, inefable Nicole Kidman. Pero ya se han hecho tantas películas donde resulta que la gente está muerta y no sabe que está muerta, que a los quince minutos la única gracia que tiene es quedarse a ver cómo y cuándo ellos (no uno, y esa es la lata) lo van a notar... y a contemplar a la Kidman, claro.

Igual, declaro mi debilidad por el género. Supongo que cada vez que me siento a ver uno de estos filmes, lo hago con la esperanza de que esta sí que va a ser buena, que al guionista o el director se le va a ocurrir algo más que llamar a un cura para que corretee a los demonios recalcitrantes, o inventar un accidente tóxico que convirtió a los mosquitos en bichos gigantes, o hacer que los muertos vivos caminen como si tuviesen lumbago. Rara vez ocurre. Pero la esperanza nunca se pierde...