No sé qué le pasará al resto, pero para mí, las series gringas tienen un encanto particular. Por series gringas me refiero al largo catálogo de 'sitcom's que se ven en Sony, Warner Channel y AXN, por ejemplo.
Y sí, yo sé que son ligeras, que les ponen esas apestosas risas grabadas después de cada chiste, que tiene en general un humor de lo más predecible y que todas las mujeres se peinan igual y todos los hombres (o casi) parece que van al mismo gimnasio, pero de todas maneras. Todavía no soy capaz de dejar de ver Friends, que da la impresión que será repetida hasta el fin de los tiempos. Me quedo esperando Two and a Half Men, para ver al llovido Charlie Sheen y su sobrino (que crece pero no adelgaza, pobre niño). Hasta fui fiel a la secuela de Friends, Joey, donde el personaje ya no se puede las bolsas bajo los ojos y estaba cada vez más macizo, pero seguía haciendo el papel de actor joven que quiere triunfar. No me importaba. Me caía bien, Joey.
Pero, ¿qué encanto tienen? ¿por qué no puedo parar de verlas? Lo cursi sería decir que he crecido con ellas, pero con estas series no crece nadie: no son para crecer, son para nada. No me recuerdan nada de mi infancia. No me enamoré nunca ni de sus minas ricas ni de sus chicos guapos. No sueño con ellas en la noche. No he aprendido nada.
Bueno, quizás sí. He aprendido algo de inglés, aunque conocí a un profe de inglés que me decía que no eran una muy buena escuela: aprender un idioma viéndolas es como aprender español viendo culebrones chilenos. O sea, la versión más básica e idiota del idioma. También he aprendido qué ropa está de moda en Nueva York o California, aunque yo no siga ninguna de esas modas.
Y también he aprendido (a lo mejor eso sí vale algo) lo que significa realmente eso del 'escapismo' de la sociedad de consumo. Todos los problemas que tiene la gente en estas series o no son problemas reales o se solucionan de una plumada. Los rollos de Will & Grace son con quién van a salir, de qué color van a pintar la muralla o a quién invitan a comer: nunca va a aparecer Will en el hospital porque le sacaron la cresta por ser gay, por ejemplo. El único personaje de Friends que alguna vez se preocupa de algo más que buen sexo, ropa y café es Phoebe, y la presentan como una tipa loca y desubicada, y todas sus preocupaciones ambientalistas o su pasada vida en la calle no son más que material para otro chiste. En estas series a nadie le faltan los dientes, nadie tiene realmente depresión o angustia, hasta los funerales son una talla. En estas series, cuaquiera que se enrolle con algo más que su próxima cita es un completo freak. Y a nadie lo castigan nunca, en realidad, por ser adicto a las compras, flojo, frívolo como nadie, promiscuo o imbécil. Es normal. Es divertido. Es cool.
O sea, estas series son lo que debería ser el mundo, si el neoliberalismo tuviera razón. Todos deberíamos vivir tomando café con los amigos, enrollándonos por si salimos con esta mina rica o con esta otra mina aun más rica, o riéndonos porque nuestro papá es travesti o nuestra madre se suicidó. Ninguna pena duraría más de diez minutos.
Ojo, intelectuales: la utopía del neoliberalismo ya no es A Brave New World, de Huxley, sino los sitcoms del cable. Ahí está el tesoro, queridos.
No sorprende, entonces, que ahora la tele abierta en Chile se esté empezando a llenar con remakes de estas maravillas.
domingo, 2 de septiembre de 2007
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